Mi pelo es difícil de comprender. Cada rizo tiene vida propia y parece que va por libre pero sé que todos juntos cuando esnifan humedad, se flipan y conspiran para resolver la incompatibilidad existente entre la mecánica newtoniana y el electromagnetismo. Ya desde pequeña mi pelo apuntaba maneras pelopo y era mi propia madre la que me lo segaba sin piedad, impertérrita y repitiendo con voz robótica que no podía hacerse con él. Ahí empezó todo: mi pequeño gran drama de la infancia fue nacer con el pelo rizado, llevarlo a lo Antoñito y tener orejas de soplillo, algo incompatible ahora y en los 80. Ser un poco bruta y asocial no ayudó mucho a tener una infancia normal. Convertirme en una niña gigante y crecer hasta límites insospechados, tampoco.
Pero lo gordo aconteció en la preadolescencia con el trauma de la primera comunión como detonante. El sagrado sacramento me hizo descubrir la estupidez infinita de la naturaleza humana y jurar que cuando fuera mayor me dejaría el pelo largo y nada ni nadie volvería a amputar mis rizos. Años más tarde, cuando vi la peli de La princesa prometida por primera vez, supe que mi destino era llevar el pelo largo (Ojo: era adolescente pero no gilipollas y ya tenía asumido que nunca sería ni rubia, ni dulce ni bella como Robin Gayle Wright)
Y esta es la historia de mi pelo. Si lo buscas en Google, aparece como antónimo de los adjetivos «suave», y «sedoso». Le gusta desafiar a las leyes de la naturaleza y hace que recién levantada me transforme en un anuncio de estropajos nanas. Cuando voy a la playa es si como todas las algas marinas de la Costa Blanca estuvieran reproduciéndose en mi cabeza y los días lluviosos parece que los nidos de cuatro cigüeñas descansan sobre mi cerebro. Pero nos llevamos bien y nos gusta contar de vez en cuando nuestra historia peluda de amor-odio.
Porque yo sé que cuando tenga 75 años seguiré con él. Y lo seguiré llevando largo. Y me lo teñiré de azul y/o de rosa. Y diré muchos más tacos. Y volveré a fumar porque total, ya me dará igual pillar un cáncer que tres y pa lo que me queda de estar en el convento, pues eso. Y desayunaré cerveza de marca blanca porque seré feliz pero pobre y también porque quiero morir como una vieja loca con rizos de colores, el hígado de oca y arrastrando el carrito de oxígeno portátil para poder alternar el Marlboro con la hipoxemia.
Feliz vida